Tocan, hablan, avisan

 

Las manos de Camarón de la Isla.

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Siempre están ahí. Detrás o al lado del protagonista, pero siempre ahí, donde corresponde. Son imprescindibles y sin embargo, muchas veces invisibles. Me fascina esa figura, que suele vestir de negro para pasar desapercibida, que casi siempre se queda fuera del plano, sin foco que la alumbre. Y sin embargo, tan necesaria.

Son los palmeros, jaleadores profesionales, antítesis de la plañidera, encargados de adornar al artista principal, artistas también ellos por derecho. Su tarea pasa desapercibida para el gran público, pero los aficionados saben cuánto importa si es uno u otro el que jalea al que canta. No puede decirse que sean silenciosos, al contrario, vienen a hacer ruido, música con sus manos, sus piropos y sus olés. Y muchas veces se ven en la obligación de maquillar los defectos de una voz con poco ritmo, de un zapateao con poca garra o impreciso. Son los dueños del compás, conocen los tiempos y dominan los silencios. Saben levantar el ánimo del respetable y del propio cantaor cuando no está fino. Se les paga para eso y se les paga poco, todo hay que decirlo.

Los hay tan grandes como Chicharito, como El Quini o Carlos Grilo. Y tan impresionantes y tan locos como El Bo, mi favorito, a quien rara es la vez que no se le pide que salga a bailarse algo en el fin de fiesta. Su baile es como sus palmas, domeñador de las melodías, conocedor de la esencia, lleno de magia. Nadie puede explicarles a estos hombres nada de música. La llevan dentro y la arrojan con fuerza de sus tripas al escenario. Lo que hacen tiene algo mágico e inexplicable, un punto innato y otro inconsciente.

Rafa Romero y Gregorio Fernández. Otros dos que dan guerra en los escenarios  y hacen posible el espectáculo. Ni los palos a capella, que no quieren ni guitarra para nacer, prescinden de ellos y entonces sus nudillos rivalizan con una mesa de madera para acompañar la tristura que caracteriza a estos cantes. Saben jalear al alza y a la baja. Saben cuál es el tono, el estilo, las palabras que hay que gritarle al que canta en cada caso. Transmiten pena, alegría, cabreo o guasa según el palo. Acompañan al cantaor, lo arropan y lo mejoran. Los grandes lo saben y por eso siempre van con los mejores. El que quiere tener un buen fin de fiesta, debe contar con ellos, saben hacerlo como nadie y rematan el show con un éxtasis colectivo empleando poco más que sus palmas, sus golpes de tacón y sus alabanzas.

En los circuitos que organizan las peñas flamencas de pueblos y ciudades más o menos pequeñas también llegan palmeros de categoría. En uno de esos eventos escuché a uno decirle al cantaor: ¡Rafael, no te mueras nunca! Me quedo con aquella frase y se la dedico a ellos, pues su labor completa cualquier cuadro y mejora algunos que sólo son bocetos.