El Yiyo brilla

 

El Yiyo.

Vuelvo a La calle Tientos de subidón: el que me produjo anoche la actuación de El Yiyo, flamenco de 16 años que aún no baila como los ángeles, pero que está en camino de hacerlo. Necesitaba algo de esperanza y él me la dio anoche. Se enfrentaba a Karime Amaya, descendiente de la mítica Carmen y mexicana flamenca por derecho propio. Actuaron en la Sala Apolo en un cara a cara que no fue tal, porque cada uno hizo su número y sólo se vieron al principio y al final en un conato de duelo en el que un jovencísimo bailaor dejó a una experimentada Karime en segundo plano.

Es posible que buena parte del público asistente piense de otro modo, a juzgar por los aplausos enfebrecidos que le dedicaron a las acrobacias de Karime, que zapatea como pocas son capaces de hacer. La resistencia y la potencia de esta mujer de cadera para abajo no tiene límites, le da a las plantas de sus pies de manera milagrosa durante largos ratos y con la misma potencia. Empezó suave, como queriendo callar las voces que dicen que zapatea demasiado, pero enseguida se convirtió en el volcán que es y que parece imposible controlar. Lo que hace Karime tiene un mérito indudable, pero le falta brazo, mover las manos, practica un baile demasiado centrado en las piernas que le quita protagonismo al resto de su cuerpo, que estoy segura da para mucho más.

El chico salió nervioso pero enseguida se templó. Le hizo falta que le cantara Sara Flores, (ya hablaré de ella otro día, esa mujer sí que es hembra oscura) para que se le soltara la cadera y empezara a sonreír y ahí, por alegrías, empezó a mover las manos como está llamado a hacerlo en un futuro: con modernidad que viene de antiguo, sin miedo, con plasticidad, con floritura. A él también le sobró taconeo brutal y le faltó quiebro en el cuerpo y regodeo. Pero sabe hacerlo, tiene cualidades, no sólo físicas, sino también de gusto, para llegar a filigranear con su cuerpo hasta donde le dé la gana.

El Yiyo ya sabe hacer lo que el público quiere y lo que espero después de verlo anoche es que pronto haga lo que está llamado a hacer. Tiene que estudiar, formarse y encontrar el punto que lo diferencie de los demás porque sería un pecado no hacerlo viendo las maneras que demuestra, los matices que se marca, casi a escondidas, los detalles exquisitos aún por pulir que pueden darle la gloria. Tuvo explosiones luminosas y enormemente bellas de genio y originalidad, imprescindibles para trascender. Si se aferra a ellas y las explota, llegará donde quiera, porque tiene ángel y un toque especial que no recuerda a nadie porque es solo suyo.

En cuanto al espectáculo, no hubo continuidad, los dos artistas se limitaron a hacer su número por separado y las dos veces que se encontraron no saltaron las chispas precisamente. Hubo demasiado palo alegre, todo sonaba a bulería, un error que cometen últimamente muchas compañías pero que parece ajustarse a lo que el público quiere. Pero todos dieron el callo, trabajaron bien y dieron la imagen de gente seria y organizada que a veces falta en otros espectáculos con más nombre.

Me siento obligada a hacerle un aparte a José Andrés Cortés, guitarrista sabio, abarcador y generoso. Por momentos tuve la tentación de dejar de mirar el espectáculo y cerrar los ojos para centrarme en lo que sus prodigiosos dedos hicieron anoche en el Apolo. Qué aplomo, qué buen gusto, qué cuajo y que tranquilidad en el escenario. ¡Anda que no sabe Rafael Amargo de quien rodearse! Por favor, si ven en algún sito que José Andrés actúa, vayan a verlo. Y no lleven peineta: se les caerá seguro.