Dejar de buscar cipreses

Estoy escribiendo un libro repleto de muertos. El fallecimiento de algunos seres queridos, el de otros que me han dado amor sin ni siquiera saberlo y el de personas que amaron gentes a las que yo quiero, me pusieron el pulso en el punto de ebullición necesario para escribir unas páginas. Y escribiendo un libro plagado de muertos llegó a casa un disco que homenajea a unos cuantos a los que yo ando velando. El Paseo de los Cipreses tiene el sello dulcísimo de Juan Carlos Romero. La ausencia de estridencias es su marca, pocos golpes, ningún efecto: sólo dedos doblando a muerto y en lugar de campana, seis cuerdas.

Escucho los temas como hago siempre, al azar. Leo en los créditos que están dedicados a Paco de Lucía, Enrique Morente, Félix Grande, su padre, un amigo, un compadre… Cada uno ofrecido a un ser querido y desaparecido. Este disco hermoso y dulce me da esperanza porque yo quiero escribir un libro plagado de muertos pero deseo que sea vital como un árbol atestado de frutas. Es una guerra que libro con casi todo, como si me hubieran criado a medias el sol y la desesperanza.

Tenía ocho años cuando vi mi primer muerto y pasó porque donde vivía aún se velaba en casa. Le toqué la cara sin que nadie me viera. No me dio miedo, ni asco y no me suscitó ninguna duda. Lo miré y lo reconocí. Sólo había algo en él que no era como antes: no se movía. Sin saber que había expertos que certificaban esas cosas, dicté mi propia sentencia y lo di por acabado. Eso era un muerto. Alguien con ojos, cabeza y piel que ni ve, ni piensa, ni siente. Esa distinción entre la vida y la muerte se me quedó prendida como sólo lo hace lo que se aprende en la infancia y creo que es el motivo por el que no sufro cuando tiemblo de frío, ni cuando paso de la duda absoluta al tercio de certeza, ni cuando los ojos me duelen de llorar lo escrito y roto y dejo el suelo cubierto de textos hechos trizas. «Estoy viva», pienso cuando alguna de esas cosas está a punto de desesperarme.

Un día cercano a ese en el que toqué a un difunto encontré, leyendo, un ciprés. Fue culpa de Gerardo Diego. Me pareció tan poderoso su soneto que quise buscar cipreses en todos los libros y hallé uno en Agatha Christie. Me entusiasmó comprobar que se puede encontrar cualquier cosa que se busque, también la muerte, y me dispuse a toparme con el siguiente. Llegó Miguel Delibes y la sombra de su ciprés y me enamoré de su prosa y de su tristeza, tan vital. Un día, sin buscarlo, llegó el más importante, el que iba a enseñarme sin lección ni profesor a distinguir un libro de una obra. El ciprés que encontré en Noche de Reyes, de mi temido Shakespeare, era mortuorio como lo son todos pero más sutil, y sólo años después supe que Christie se había inspirado en él para titular aquel misterio que leí de niña.

Me costó llegar al último árbol, empeñada en una senda que ya se había acabado, pero lo encontré en una tienda de viejo en Santiago de Compostela. Recuerdo el impacto del hallazgo en la Librería Vetusta al ver aquel libro destrozado colocado en primera fila, como llamándome. Llevaba un enorme título en portada: Los cipreses creen en Dios. Lo leí y no busqué más. Me había hecho mayor.

Dejé de buscar cipreses más tarde de lo convenido. Los flamencos tenemos querencia por honrar lo hecho y tememos mancharlo creando algo nuevo. Pero yo ya no puedo seguir el rastro de los cipreses. Para mi ya es hora de leer sin buscar y de escribir con ahínco. Y asimilados como están ya en mi seso, mi carne y mis ojos, decirles sin pesar adiós a mis muertos.